Eres odiada y a la vez apreciada. Todas te envidiamos y todos te desean. Y hasta los que se muestran reticentes e intentan ponerte defectos, asumen sus ideas sin convencimiento. No eres perfecta, ni millonaria, ni tienes 20 años, pero cuando pasas por los pasillos, el mundo se te queda mirando sin poder evitarlo.

Nosotras queremos estar en tu lugar: queremos tu vida, tu precioso niño, tu trabajo estable (que no está nada mal), tu cuerpazo, tu armario al completo y, sobre todo, queremos a tu marido. Por encima de todo queremos el derecho que permite el anillo que llevas en la mano derecha, aunque el estado conyugal en sí fuera del caso no nos convenza.

Ellos también te miran, con la boca abierta y alelados. Sólo desean una de las cosas mencionadas anteriormente, pero lo hacen con la misma insistencia y tenacidad con la que nosotras deseamos todo junto. A ellos les gustaría ser él y, por mucha alergía y sarpullido que el anillo pudiera darles, no se lo quitarían ni un momento. Las consecuencias de llevarlo serían maravillosas comparado con todo lo demás.

Y es que sois la pareja perfecta y así estamos: nosotras te envidiamos y ellos le envidian a él. Y se inventan e imaginan historias románticas dentro de las paredes que todos compartimos y todos los rumores, ciertos o inciertos, de cómo empezó vuestra historia corren de los mayores a los pequeños, como se hizo anteriormente.

Entonces queremos odiarte, simplemente para que tantos celos lleven a alguna parte. Pero no lo conseguimos, porque desgraciadamente eres agradable, simpática y amable. Nos saludas, te preocupas y preguntas hasta a los que casi no nos conoces. Y él igual. Así que todo esto no lleva a ninguna parte.

Pero es tan inevitable que sintamos celos cuando idealizamos un fin de semana siendo tú.