Oía los pasos del muchacho subiendo apresuradamente las escaleras empinadas y angostas del que en otro tiempo le había parecido un hogar. Corrían tiempos oscuros y lluviosos, en los que se podría haber ambientado una de las baratas novelas negras que, envueltas en un burdo papel de periódico, subía el muchacho.
Era el colmo de la desesperación para François: que hasta uno de esos pequeños muertos de hambre, huérfano y tirado en las calles por una guerra, que su piel pálida y sus ojos claros creían darle derecho a comprender, se sintiera superior a un hombre adulto y antes respetado.
Sin embargo, el muchacho necesitaba esas monedas, ese breve intercambio de supervivencia aunque el contacto le resultara desagradable. Pagó al muchacho y éste arrojó el paquete al suelo para salir corriendo al instante siguiente. No le preocupaba demasiado el hecho de que no preguntara cuándo volver: lo haría cuando necesitara comer.
Recogió el paquete y no pudo evitar posar sus ojos sobre el periódico que envolvía su escapatoria mental de aquella cárcel en la que se había convertido la Francia ocupada. No recordaba exactamente en qué día se encontraba, pero la noticia alojada en la portada de que Hitler había conquistado Grecia, estaba ya olvidada dado el color amarillento del papel y, para lo que quedaba de su existencia, pocas cosas tenían importancia y las relacionadas con una guerra que no comprendía no merecían ni mención.
Lanzó la hoja de periódico arrugada al fuego mientras maldecía a aquellos cobardes periodistas que glorificaban las batallas ganadas por el que se había convertido en su controlador sin acordarse de los ojos oscuros y el pelo negro de todas las personas cuya vida había dejado de importar: la vida de su mujer y sus dos hijas.
A pesar de evitarlo con todas sus fuerzas y dedicar la mayor parte de las horas del día a la lectura compulsiva de aquellas novelas negras sin significado ninguno, no podía evitar recordar los ojos de preocupación de su mujer cuando otras noticias de los avances alemanes se cernían en los periódicos y él negaba de abandonar el país. Allí estaba su trabajo, su casa, su vida hecha, ¿por qué abandonarlo todo por unos rumores? Ni siquiera eran religiosos: sólo su mujer tenía ascendencia judía. Eran una familia respetable, adinerada, importante se podría decir. Sólo era una guerra más: su padre había sobrevivido a la anterior sin perder nada.
Decidió coger el tomo más largo del paquete, para sumergirse en él durante todo el tiempo posible. El único movimiento que se sentiría en la casa serían sus ojos sobre el papel y sus dedos pasando páginas. Nadie recordaría que estaba allí como nadie se molestó en recordar que había un hombre viviendo en aquella casa el día que se llevaron a las mujeres, el día en que él volvió de trabajar y lo único que encontró fue unos vecinos con los ojos avergonzados por no haber hecho nada y por no atreverse a decir nada después.
Nadie se molestaba en recordar a un hombre cuyas raíces, cuya religión y cuyo silencio no iban en contra de ninguna ley establecida por el nuevo régimen. Sólo él se recordaba a si mismo todas esas verdades.
Abrió el libro y comenzó a leer otra novela de un autor de nombre desconocido, con un seudónimo poco imaginativo, en la que las amantes rubias y hermosas siempre traicionaban al bueno, que se defendía con una pistola de las inclemencias de la vida. El villano siempre acababa en un charco de sangre, habitualmente con la traidora amante cerca, muerta igualmente, mientras el héroe del libro se despedía anunciando que aquél no había sido sólo otro trabajo. Había sido el peor que podría recordar en mucho, muchísimo tiempo.
28 de junio de 2008, 12:04 �
Me gusta el ambiente en el que narras este relato, tiene unos ingredientes magníficos que lo llenan de misterio y curiosidad por saber qué es lo que va a pasar. Está claro que lo importante para el chico es vivir sin leyes en un mundo que tenía demasiadas, me han gustado sus ganas por seguir adelante.
Un beso!
29 de junio de 2008, 12:16 �
está muy bien... me da pena no estar en la Semana Negra. Siempre me ha gustado leer ese tipo de relatos. Incluso literalmente pueden salvar la vida, como le sucedió a Paul Auster cuando escribió, bajo seudónimo, una novela de detective perdedor, jugadores de beisbol famosos asesinados y rubias fatales...
Un gran beso, Lyra
30 de junio de 2008, 10:06 �
No me deja meterte en los blogs:S
ups
Me pasare igual:)
Besitos^^
1 de julio de 2008, 0:29 �
holaaaa :)
acabo de mandarte un sms pero vamos, t lo repito por aqui: me va todo bien, sigo vivo, he sobrevivido a los autobuses aunque parezca mentira, y en estos 4 dias ya e aborrecido la p*ta mantequilla ¬¬ en fin! tengo internet en casa asique a ver si me camelo a los de la familia que por ahora no va mal :D
un besazoooo!!!
(sorry pro no lei el relato..:P)